LA PIEDRA
Mano y piedra tiemblan unidas con fuerza, afianzándose la
piedra a la mano, apretando la mano a la piedra. Cual si se conociesen. La mujer mantiene el brazo en alto. Por
encima de la cabeza. Toda su energía se
agolpa hacia arriba, hacia la piedra.
Dos historias se funden en ese momento, alimentándose,
contagiándose de amor y odios.
Historias que resumen la vida a un instante; historias que se pierden
entre tantas otras historias.
La historia de esta mujer es corta, es sencilla. La historia de esta mujer no es
extraordinaria, es similar a la de otras mujeres de su pueblo. Ella tiene la querencia de un hombre humilde
que es fiel a sus raíces y a sus costumbres.
Hombre que trabaja la milpa y le provee a ella, de bienes y cariños que
hacen que su unión sea respetable. El
amor lo provee a raudales, porque es tierno y correspondido. Los bienes que provee no son tantos; con dificultad
los arranca de la poca y cansada tierra que le corresponde y completa el gasto
arrendando la fuerza de su trabajo. La
mujer ayuda. Con responsabilidad se
entrega al hogar, acarrea agua desde el pozo, cocina, cuida a los niños y
atiende a la vieja suegra. Trae un
tercio de leña cortado más allá del cabo del pueblo, lo carga en la espalda con
ayuda del mecapal. Lo deja caer cerca
del fuego y cuando se limpia el sudor de la frente con el dorso de las callosas
manos, mira a la abuela, quien fundiendo palabras y llanto le dice:
-¡Se lo llevaron niña, se lo llevaron! No quiso firmar los papeles y se lo
llevaron. A golpes niña, a golpes. Del
pelo lo jalaron. Lo llevaron casi
arrastrado.
De carrera, sin reparo alguno, sin siquiera alinearse los
cabellos, se dirige a la comisaria. Es
tal su decisión que el guardia de la puerta le deja el paso franco. No le pregunta: ¿A dónde vas? ¿Qué es lo que
quieres?
Adentro, en la oficina, en un rincón está su pareja entre
sangre y orines arrancados a golpes, los ojos tumefactos sin acertar a
abrirlos. Un imperceptible gemido de
dolor. Es cuando ella toma la piedra de
sobre el escritorio y la levanta por encima de su cabeza. La mano tiembla por los impulsos recibidos a
través de las fibras nerviosas que le llegan sin pasar por el cerebro, sin
mengua alguna, sin ablandar para llegar a la cordura. La razón está ausente, es el palpitante músculo que domina. Es el corazón que no piensa, arrebata.
La voz clara, firme, fuerte: -¡Maldito! ¿Qué le hiciste?
El policía, pasmado, se sumerge en el sillón; de sus labios
cae el arrugado cigarrillo sobre la sudada camisa, el hombre sólo tiene
atención para la roca que tiembla en lo alto. Acá esta historia.
La historia de la piedra es otra, es larga. Esta piedra, fue
parte de una laja grande y fue arrancada a golpe de hachuela cuando levantaban
la albarrada de la casa de Francisca, otra mujer, otra historia. La laja la traían de más lejos, y cayó del
carretón que la llevaba hasta el convento franciscano que edificaban en aquel
entonces, mismo que años más adelante quedó en el centro del pueblo. Lo carreteros decidieron no subirla de nuevo
por lo pesada que era y lo irregular del terreno que nos les permitía maniobrar
tremenda losa.
El papá de Francisca, el hombre que hizo la albarrada, tenía
la corpulencia y lo mal encarado de los yaquis y la mirada acuciosa de los
mayas. Cuando el golpe de hachuela desprendió la piedra, ésta mostró la
blancura de su interior que contrastaba con la parte exterior pintada de sol y
tierra. Tenía los filos propios de la
brusca separación. El papá de Francisca la tuvo entre sus manos, la consideró
muy grande para utilizarla como cuña y muy pequeña para que formara parte
principal del cuerpo de la albarrada, la dejó pues, a manera de relleno cerca
del portillo de la entrada. De allá fue
que en una ocasión la tomó el abuelo, sin verla. La escogió al puro tanteo, por
el tamaño y los filos cortantes que le sintió.
El viejo, de cepa Yaqui,
avecindado por estas tierras desde muy joven de cuando las levas ordenadas
antes de la revolución, levantó la piedra con movimientos lentos, sin ruido
alguno. Fija la mirada en la niña, en
Francisca y la serpiente que se enroscaba cerca de ella. Con
un rápido y brusco movimiento la avienta certero el golpe. La cabeza de
la víbora casi se desprende del fuerte impacto. Francisca fue levantada por su madre en medio de ahogados
sollozos, ¡ainitas Dios mío, ainitas!
Decía con palabras entrecortadas mientras revisaba minuciosamente a su
hija. El padre se cercioraba de que la
cascabel estuviese muerta. El abuelo, pasivo, tranquilo, sin prestar atención a
los “huay” y a los “dios mío” provenientes del interior de la casa, recogió la
piedra, inspeccionó la fría sangre en ella impregnada, la llevó al lugar de
donde la había tomado y acomodándola de nuevo dijo: -esta piedra merece todos
mis respetos.
Lluvias y vientos, muchas canículas le pasaron encima. Poca
erosión para tan respetable piedra.
Ocasionalmente la levantaban para mostrar como el abuelo salvó a
Francisca: -¡así la tomó, así la aventó, aquí la sangre de la serpiente!
decían. Con el transcurso de los años,
a la piedra le llegó el olvido.
Una tarde despertó la piedra. Tembló al contacto de una gota de sangre caliente, sangre de
mujer vejada. Era de la misma
Francisca, quien siendo niña fuera salvada por el abuelos con ayuda de esta piedra,
ya mujer adulta, por el empellón que recibiera cayó sobre ella golpeándose la
frente. Qué accidentado matrimonio el
suyo, qué cambio de ser de la persona quien en su juventud jurara ante altares
y manjares, ante testigos y mayores y ante los dioses, amarla y respetarla.
Luego, el alcohol le nublaría la mente y le endurecería el corazón. Muchos insultos y golpes. Las lágrimas provocaron en Francisca más
arrugas que el tiempo mismo. Ella tardó
en decidir. ¡Vamos con mi padre!, dijo a sus hijos. Y tomándolos de las manos abandonó el hogar. El marido le dio alcance a la entrada de la
casa de su padre –tu no eres nadie para dejarme, -¡Yo soy quien te corre!- le
grita ebrio de bebida y de rencores. La
toma del pelo y le da cuantos golpes puede, después, el empujón por la espalda,
la caída y la frente golpeando contra la piedra, la misma piedra. Francisca queda quieta unos instantes,
cuando levanta la vista y mira a través del portillo, se da con los ojos
llorosos de su padre. ¿Cómo podría este anciano defenderla? Pelo cano, los
dientes crecidos de viejo y la espalda encorvada por el peso de los años, las
penas y el rudo trabajo. Francisca se
avergüenza ante la vista de sus cansados padres. Baja la cabeza y ve la piedra
teñida con sangre, con su propia sangre mezclándose con la antigua sangre de la
serpiente y se cubre de rabia. La toma
con fuerza, se incorpora y sin soltarla golpea con ella la cara del
hombre. El impacto fue tremendo, cae el
marido de espaldas con la boca y la nariz floreadas de rojo escarlata. Francisca se le fue encima, la piedra
aferrada a la mano, la mano sosteniendo la piedra. ¡Golpe tras golpe! Nadie la
detuvo, nadie le dijo –para de pegar, ¡ya está muerto!- En silencio la ayudaron a incorporarse
cuando ella así lo quiso, en silencio le acompañaron cuando se dirigió a la
jefatura. Entró sola donde el policía, -acabo de matar a mi marido con ésta-
dijo a tiempo que asentaba la ensangrentada piedra sobre el escritorio. Y allá queda la roca como prueba del delito,
después como pisapapeles. De un lado a
otro sin salir del escritorio.
Por eso hoy, tiembla
la piedra. Porque sabe que va a tomar
sangre. Conoce el calor distintivo de
la mano que la empuja en busca del daño.
La forma en que se le toma. La presión que se le imprime.
Náser Badí Xacur Baeza
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